domingo, 27 de noviembre de 2022

White Lotus (el hotel más blanco)



 

White: blanco, pulcritud, la unión de todos los colores, la luz. Pigmentocráticamente, el blanco se entiende como el color de los colonizadores, de los que están arriba en el mapamundi, de quienes propagan la cultura, los dioses buenos, la civilización que enfrenta a los desconocidos, malosos, salvajes y dementes que en su alma quieren acabar con la especie triunfadora. Estos locos no son blancos, para nada, y no entienden nada.

 

White Lotus es el nombre de una serie (HBO, 2021-2022) que lleva el nombre del hotel, por decirlo, más sofisticado del mundo. Han salido dos temporadas (la segunda aún no ha terminado) y cada una transcurre de manera separada, en lugares distintos pero ambas cuentan con elementos comunes. La primera es en Hawái y la segunda en Sicilia. Paisajes espléndidos, en medio de islas, mares, alegría. Quienes logran pagar el White Lotus son pocos y casi todos blancos, élite mundial. Millonetas de verdad, en el sentido más exclusivo posible; digo, no sé si los oligarcas chapines lograrían llegar al White Lotus.

 

Y bueno, pasa de todo, como en cualquier hotel de estas categorías: excentricidades, odios, peleas, amores repentinos. Desde un tono de humor sutil y con elegante acidez, se narran pequeñas historias que se vinculan en una cotidianidad magnánima de ricos que padecen de los mismos problemas que todos: falta de validación, vacío existencial, romances frustrados, pero por sus formas aristocráticas, las consecuencias de sus ansiedades son más extravagantes que las de la gente ordinaria. 

 

Más allá del entretenimiento de la vida de los adinerados, el asunto que bordea la serie White Lotus es la segregación insondable entre estos ricos, los clientes del hotel, y los trabajadores nativos y del resto de sus paisanos: la impunidad burguesa sobre el laborioso vivir del colonizado. El turismo extractivo y displicente abogando por una satisfacción instantánea a costa de lo que sea. Un orden planetario construido así y en la serie vemos estas estampas que no nos explican nada, no nos dan moralinas, solo nos muestran esta realidad, como en una buena historia: exagerándola para que quede clara. 

 

El humor se agradece y no se da tan fácil. Ya dijera Monterroso que algunos no lo tomaban en serio cuando leían sus cuentos satíricos y sus fábulas. Erasmo de Rotterdam elogió la estulticia hasta que dolió. ¿Qué más dramático que el humor más puro?

 

 

 

 

 

 

jueves, 24 de noviembre de 2022

Las gotas mentirosas





A veces me da por escribir mis cosas tras una interminable jornada traqueteando teclas para cumplir las obligaciones. Es agradable aprender a escribir diferentes formatos y ensayar esto y lo otro, pero no negaré que cansa. Me siento al final de la tarde como el chef que cocinó durante el día y que luego se prepara a sí mismo una comida simple pero sabrosa: quizá unos huevos revueltos con champiñones. Al releerme veo mis errores; también los aciertos. El ritmo es una cuestión no menor al momento de redactar, de juntar palabras, y noto las formas en las uno varía para evitar repeticiones. 

El otro día reflexioné -dentro de este planeta de conceptos- que el objetivo de la escritura es eminentemente de ordenar. Porque, siguiendo el cuento de La Biblioteca de Babel del viejo Borges (donde plantea que no hay nada pendiente de escribirse y es cuestión nada más de matemática, de tiempo y de conjugaciones para conseguir todas las posibles relaciones fonéticas que yacen ya en una Biblioteca codiciada) pensé que el universo está ahí como las nubes y nosotros nos encargamos de ayudar a transformarlo en conceptos como gotas frescas. Que caen sobre los carros, las ventanas, mojan la tierra y otras causan accidentes de autos e inundaciones. 

Entonces, ordenando me la paso, como bibliotecario o jardinero o como el chef que pica y que ya no se corta los dedos porque los tiene ya curtidos. Tiende uno a romantizar la escritura y se convierte ésta, luego de años, en una fantasía a la que le invertimos la vida creyendo que nos va a “sacar” de este samsara rotundo. Samsara, palabra en sánscrito, supone un ciclo de repeticiones de la existencia que es por sí misma sufrimiento con causas dañinas e inconscientes. Es esa rueda de la cual no se sale. Se repiten los mismos errores y las falencias: conseguir esto y aquello y después más y más dinero y aviones y lanzar bombas sobre países y comprar una red social para creerse el más poderoso del mundo. O irse con todo tras el prestigio y premios y consumir gente y codearse con influyentes. 

Tras el viaje hacia uno, que es algo a lo que no se le da mayor importancia, el samsara tiende a cansar. Como que los ojos cuando se voltearan causaran el brinco de un acertijo. Uno percibe que todos conocen nuestro rostro de manera directa menos uno; no nos podemos observar sino a través de un espejo que puede contener cierto grado de distorsión. Lo que implica que necesitamos a los demás para vernos física e internamente. Una sanación del individuo en un mundo que requiere de esas acciones dentro de una gran sanación común y colectiva. 

Es esto muy complejo pero a la vez no: al contrario, como que el trabajo está en desaprender las ilusiones malsanas, esas fantasías, como la fantasía de que la escritura nos va a sacar de este sufrimiento intrínseco de la vida. Pues pasa también que las palabras -las gotas- son como cárceles de esa gran lluvia que es la realidad. Creemos que estamos en verdad construyendo las gotas, delimitándolas con adjetivos procaces; nos creemos esa gran mentira, que somos dioses capaces de fabricar gotas, que el poeta es un pequeño Dios, como han dicho algunos. 

Pero nos asfixiamos con esas mismas gotas mentirosas hasta un suicidio colectivo en un mar o con analgésicos o qué sé yo, ahogados en una tina y eso encima lo consideramos algo poético o sagrado y farras y eso de creernos malditos poetas nos abrigó, pasamos por ahí, y es una identidad que nos dio un sentido en este absurdo pero no fue más que una campaña artificial para creernos un poquito más que el vecino que se dedica a cortar la grama. No nos funcionó para salir de este cascarón agudo reproductor de agonías. 

Podría, un día, sin pretensiones, dejar que la lluvia amplia (y no las pequeñas gotas) me mojara solo así, como cae sobre el pasto que feliz la recibe sin mayores exigencias. 

 

lunes, 21 de noviembre de 2022

Pensar en venados






Explorando los campos del monasterio Blue Clifff, a dos horas de la ciudad de Nueva York, me asombró lo que identifiqué de lejos como una familia de venados. En mi tierra, ver un venado es un acto casi mitológico. Yo caminaba para abajo, con gorro y las manos encajadas en las bolsas de la sudadera. Estábamos en noviembre. Desde hacía unas semanas, el viento impiadoso venía arrancando las últimas hojas de los árboles. Encontré en el camino de piedra a un monje, con la túnica marrón sobre una camisa de manga larga. “Lindos los venados”, le dije sonriendo, sintiéndome un zen explorador. “Da un paso y respira para adentro, da otro paso y sacas el aire, siente la tierra en los pies cuando des los pasos”, me respondió el monje. “Inténtalo, ve a caminar por ahí”, añadió señalando un sendero entre los árboles esqueléticos.  

sábado, 19 de noviembre de 2022

Four Good Days





 

 

Como que la Mila Kunis de la serie That 70´s Show que fumaba marihuana todo el día en un sótano hubiera ido avanzando en su consumo hasta llegar a la película Four Good Days (2020), en la que está convertida ya en una mujer de más de treinta años que no puede soltar la heroína. 

 

El transcurrir del tiempo sin notarlo es una característica de la adicción, que pasa, como ola voraz, por encima de todo: familia, sueños, virtudes y de la misma voluntad de quien consume. Un día parpadear y sentir el alma curtida degradándose tras el próximo pase de cocaína. Este filme ocupa la historia arquetípica de la adicción, que implica la dificultad de salir de ella dibujándose un ciclo infernal: una resaca física o emocional empuja a la siguiente dosis y esa dosis estimula la conmiseración que a su vez provoca el consumo compulsivo del cual es casi imposible escapar.

 

“La inextinguible capacidad de provocar dolor”, dice Roberto Bolaño en el poema La Francesa. Dibuja así una imagen aplicable a una persona adicta. Puede salir con cualquier excusa, por inverosímil o exagerada que sea, con tal de proteger a su droga. Claramente, los más queridos y cercanos se llevan la parte más sucia. Y no es raro que se cree una simbiosis con algún familiar generándose un baile en donde el familiar se convierte en facilitador solucionándole los problemas al adicto con tal de hacerle un bien, pero resulta que estas acciones lo hunden aún más. Al mismo tiempo, este acompañante puede convertirse en el ángel que le queda a la persona adicta: su única posible salvación. Quién mejor que Glen Close, madre de Mila, para mostrarnos ese rol contradictorio: desde la culpa, la incertidumbre, el resentimiento y el amor, hace o deja de hacer cosas por ayudar a su hija. 

 

Estos y otros temas se tocan en Four Good Days, una película que saca lágrimas si la vemos compasivamente. Las drogas llevan a quien se engancha con ellas a lugares externos demoníacos como casas abandonadas atiborradas de gente pinchándose, pero sobre todo a espacios internos demasiado constreñidos y engarrotados que, en algún punto, no se pueden ya desenredar.  

 

Siempre está, como dice el Evangelio, la posibilidad de la Buena Nueva. El Milagro podrá darse solamente tras cuatro días buenos (o los necesarios) de buena voluntad. A veces resulta una condición excepcional que alguien acuda a un grupo de Doce Pasos y se dé el chance de permanecer limpio y, tras un tormento de décadas, de repente un día cumple dos, tres, cinco, nueve años sin ingerir substancias y vea de nuevo la vida con los ojos trasparentes y más conscientes, y que esa conciencia sea tal que logre irrigar al resto. 

Calores

A través de los 36 grados que marca el celular y que implica un horroroso estado bajo el sol, veo el agradecimiento hacia Guatemala, mi país...