A veces me da por escribir mis cosas tras una interminable jornada traqueteando teclas para cumplir las obligaciones. Es agradable aprender a escribir diferentes formatos y ensayar esto y lo otro, pero no negaré que cansa. Me siento al final de la tarde como el chef que cocinó durante el día y que luego se prepara a sí mismo una comida simple pero sabrosa: quizá unos huevos revueltos con champiñones. Al releerme veo mis errores; también los aciertos. El ritmo es una cuestión no menor al momento de redactar, de juntar palabras, y noto las formas en las uno varía para evitar repeticiones.
El otro día reflexioné -dentro de este planeta de conceptos- que el objetivo de la escritura es eminentemente de ordenar. Porque, siguiendo el cuento de La Biblioteca de Babel del viejo Borges (donde plantea que no hay nada pendiente de escribirse y es cuestión nada más de matemática, de tiempo y de conjugaciones para conseguir todas las posibles relaciones fonéticas que yacen ya en una Biblioteca codiciada) pensé que el universo está ahí como las nubes y nosotros nos encargamos de ayudar a transformarlo en conceptos como gotas frescas. Que caen sobre los carros, las ventanas, mojan la tierra y otras causan accidentes de autos e inundaciones.
Entonces, ordenando me la paso, como bibliotecario o jardinero o como el chef que pica y que ya no se corta los dedos porque los tiene ya curtidos. Tiende uno a romantizar la escritura y se convierte ésta, luego de años, en una fantasía a la que le invertimos la vida creyendo que nos va a “sacar” de este samsara rotundo. Samsara, palabra en sánscrito, supone un ciclo de repeticiones de la existencia que es por sí misma sufrimiento con causas dañinas e inconscientes. Es esa rueda de la cual no se sale. Se repiten los mismos errores y las falencias: conseguir esto y aquello y después más y más dinero y aviones y lanzar bombas sobre países y comprar una red social para creerse el más poderoso del mundo. O irse con todo tras el prestigio y premios y consumir gente y codearse con influyentes.
Tras el viaje hacia uno, que es algo a lo que no se le da mayor importancia, el samsara tiende a cansar. Como que los ojos cuando se voltearan causaran el brinco de un acertijo. Uno percibe que todos conocen nuestro rostro de manera directa menos uno; no nos podemos observar sino a través de un espejo que puede contener cierto grado de distorsión. Lo que implica que necesitamos a los demás para vernos física e internamente. Una sanación del individuo en un mundo que requiere de esas acciones dentro de una gran sanación común y colectiva.
Es esto muy complejo pero a la vez no: al contrario, como que el trabajo está en desaprender las ilusiones malsanas, esas fantasías, como la fantasía de que la escritura nos va a sacar de este sufrimiento intrínseco de la vida. Pues pasa también que las palabras -las gotas- son como cárceles de esa gran lluvia que es la realidad. Creemos que estamos en verdad construyendo las gotas, delimitándolas con adjetivos procaces; nos creemos esa gran mentira, que somos dioses capaces de fabricar gotas, que el poeta es un pequeño Dios, como han dicho algunos.
Pero nos asfixiamos con esas mismas gotas mentirosas hasta un suicidio colectivo en un mar o con analgésicos o qué sé yo, ahogados en una tina y eso encima lo consideramos algo poético o sagrado y farras y eso de creernos malditos poetas nos abrigó, pasamos por ahí, y es una identidad que nos dio un sentido en este absurdo pero no fue más que una campaña artificial para creernos un poquito más que el vecino que se dedica a cortar la grama. No nos funcionó para salir de este cascarón agudo reproductor de agonías.
Podría, un día, sin pretensiones, dejar que la lluvia amplia (y no las pequeñas gotas) me mojara solo así, como cae sobre el pasto que feliz la recibe sin mayores exigencias.
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