Otra triste espera en otro aeropuerto. Los aeropuertos son iguales pero hay cosas que varían. Una vez paré en Frankfurt de pura chiripa porque perdí un vuelo en Nueva York hacia Sudáfrica y tuve que dar una vueltona. La escala era inmensa y me dispuse a salir a conocer la casa de Goethe. Al regresar amodorrado al aeropuerto por el jet lag y la caminata bajo la lluvia, caí muerto en unas sillas como de playa. Me dormí varias horas. Pienso que en todos los aeropuertos deberían tener ese tipo de sillones, no creo que sean tan caros y ayudarían enormemente frente a estas sillas incómodas en las cuales no se pueden recostar los pies por lo que la dormida se dificulta.
Me queda una hora de espera para tomar el avión de regreso a ¿casa? No sé si es a casa a donde voy, no sé ahora el significado de casa, que uno suele ligar a las personas que se constituyen en un espacio delimitado. Ahora que volví a mi país luego de un tiempo me sentí bien, reconozco los secretos de la ciudad, pero me consideré también lejano y estaba muy consciente de que pronto me iría, lo que me daba cierta impunidad; un aire de extranjero caía en mí, a un nivel espiritual, y ahora que lo pienso quizá evoco el arquetípico extranjerismo de Camus.
El término hogar fue puesto en duda, sin duda. Soy bueno para aprender las tablas, las normas y los mandatos espirituales pero se me hace complicado bajar estas ideas al corazón, rompiendo la racionalidad. Hay un sentido de superioridad en querer entenderlo “todo” por medio de la teoría del conocimiento validada por mí: me refiero en mayor medida a los desazones y lo que no me gusta: ¿por qué el mundo debe adecuarse a mi capricho?
Sigo en el aeropuerto, se escuchan murmullos de partidos de futbol, cubiertos chocar, una voz robótica anunciando un retraso. La gente pasa y pasa, no dejan de pasar y perderse. Somos una red energética que se dispara amarrando el planeta: está claro por qué el covid se esparció tan rápido.
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