Como parte de las actividades para pasar el tiempo, me topé en Netflix con el documental “Hallelujah: Leonard Cohen, a Journey, a Song (2022)”, sobre la vida de Leonard Cohen, quien siempre me había atraído especialmente y sin muchas explicaciones.
Al verlo, se me quitó el sabor ácido de las vitaminas C y de los tés para la tos. Leonard Cohen es pues, quienes lo conocen, un místico musical, quien nació más que para cantar y escribir, para conectar con el misterio indescifrable que se entiende según cada concepción, en Dios o la Iluminación o el más allá. No sabemos a qué venimos a este mundo y ese pormenor estalla toda la ansiedad posible, las opresiones planetarias y la ambición justificando la existencia de los tronos y las banderas.
Cohen tuvo la maestría de gastar el tiempo en las cosas que importan y tuvo, al parecer, resuelta su economía, canadiense de Montreal, y experimentó la fama y el rechazo de la productora Columbia cuando el presidente desdeñó el disco que contenía la versión original de Hallelujah en 1984. Pero confió en su destino místico y vivió más de cinco años el monasterio zen Mount Baldy, en California, donde recibió una limpieza de los velos mentales, como dicen los hermanos budistas.
Admiro la capacidad de sacralizar la pasión y enlazar lo común con lo divino y de invertir el esfuerzo en esa atención a sí mismo para poder dejar de pensar en lo que vendrá después y concentrarse en el segundo actual, parafraseando lo que él diría en una entrevista. Su nombre en el monasterio fue “Jikan” (el silencioso), un mote aparentemente contradictorio, ya que su afán era cantar, pero en realidad evocaba una verdad de dos lados, como toda verdad que se respeta, en donde la música y el silencio eran uno, un canto meditativo desde la plegaria que ascendía y caía de vuelta.
Tras bajar del monasterio, en una de esas, su agente le robó todo. A los 70 años, eso le motivó obligándolo a trabajar de nuevo. Se diría que el destino le ayudó a volver a producir pesar de perder su plata. Entonces desató de nuevo, después de más de diez años, giras mundiales en donde ya había integrado otros saberes y sin tantos velos afinó la luz de la conexión y brilló hasta el final; murió en 2016. Hallelujah tuvo mil versiones y obtuvo una vida aparte de Cohen, pero éste le impregnó un tono de religiosidad laica que se escucha como un rezo pop que sin duda prende los violines del espíritu.
Cada viaje es también un espejo de otros viajes y Cohen entonces me habla con su película -la película que hicieron de él- sobre la posibilidad de paz y de recostarse en la realidad plena y a pesar de los desasosiegos invocar la luz que nos rompe en pequeñas partículas. Cohen me toma de la mano hacia la primavera que se muestra.
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