sábado, 10 de septiembre de 2022

Una calle verde sin fin

 


 

 

Hoy estuve dando vueltas en un circuito que fue antes una pista para carreras de equitación. Aleteos de hojas verdes a los lados de un caminito tan delgado donde casi sentís rozar a las personas que vienen en contra tuya. Es la mencionada Avenida Ámsterdam, no solo elegante por el nombre y las tiendas, sino que suficientemente misteriosa. Caen las ramas sobre las calles donde pasan los autos a los lados del sendero que es peatonal y sinuoso pues al final se trata de un óvalo interminable. Hace poco leí un libro de Juan Villoro donde invoca esta Avenida como centro neurálgico de su novela, desde una visión de antaño, cuando aún se hablaba por cabina telefónica y teléfonos de casa. Esos momentos casi olvidados, como que ya no recordáramos el nerviosismo de quién estará llamando y contestar y dejarse sorprender por el querido o querida que siempre sí nos contactó a pesar de. 

 

Va en círculo la calle y entonces, de golpe, te das cuenta de la curva. Se corta por momentos el paso y se atraviesan los autos quizá hacia el Parque México o quizá hacia la magnánima Insurgentes. Hay una fuente y otra, y le llaman el ojo de agua a un lugar donde está una glorieta -redondel le dirían en mi tierra- para seguir siempre por la ruta acompañada -y acompasada- por árboles altos altos que parecen arrancados de una selva a la que no han entrado los maleficios humanos. Hay sillas en el camino, algunas artísticas con mimbre amarillo, otras fundidas blancas, y en otra parte donde, al estilo de los puentes de París, está una reja empotrada donde los enamorados sellan candados como un hechizo para intentar no separarse. 

 

Vi a un tipo dibujando, parecería sin bañarse por un mes con la cara oscura por el sol, por supuesto que era un adicto a las drogas y lo confirmé oliendo el cigarro doblado de marihuana que no soltaba así como no soltaba con la otra mano el lápiz sobre la hoja de cartón. En eso una taquería evidentemente menos cara que el resto de lugares. Comí ahí y en realidad me pareció pellejuda la carne deshilachada; suficiente para no volver. Ya me había sentado antes en un restaurante que evocaba lo parisino -me recordó las butacas viendo hacia la calle como en la capital francesa- pero solo comí unas papitas y una bebida pues me parecieron los precios exorbitantes y no soy intrínsecamente un turista como tal dispuesto a gastar sin ver la cuenta de la tarjeta. 

 

Esta parte de la ciudad es sin duda privilegiada y ahora los mexicanos reclaman que tras la pandemia esta área -la Condesa y la Roma- se llenó de gringos que vinieron a hacer trabajo desde casa y como trajeron dólares los precios subieron. Una periodista me dijo indignada: ahora en los restaurantes donde yo crecí te hablan en inglés y hacen las cuentas en dólares. Lo confirmé en ese restaurante asemejado a los cafés franceses en donde, mientras estaba sentado en una mesa sobre la banqueta, se acercó un señor que vendía adornos de madera y me habló en inglés, no sé si me creyó efectivamente gringo o lo hizo como una forma de congraciarse conmigo pues pensarán que al confundirte con gringo te sentirás mejor, colononialistamente hablando, ya que saberse más que otras personas es el dilema profundo por el cual se mueve la humanidad y las guerras y las medallas en las olimpiadas y demás.

 

Dejando todo lo filosófico por un lado, estilo la novela de Villoro, que es entretenida y no procura reflexiones mayores y que me leí en una sentada en un vuelo de avión, reconozco que este paseo en la Ámsterdam puede ser hermoso y literalmente infinito pues si tenés la audacia de seguir andando por suficiente tiempo, volverás al mismo punto, al mismo restaurante, a la misma venta de flores, al mismo dibujante que fuma marihuana, al mismo rótulo percudido con el nombre Avenida Ámsterdam hasta nadar por el tiempo al momento cuando corrían caballos y se hacían apuestas y gritos y pipas y sombreros. 

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